Santo y seña

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Recorrió el fusil, del cuerpo al cañón, con los dedos. La luna llena escupía su brillo pálido en algún punto a sus espaldas, permitiéndole distinguir la pista arenosa que cruzaba la parte trasera del pabellón. A su derecha, bajo el desvencijado toldo, los coches de los oficiales permanecían ensombrecidos y silentes.
Muy a su pesar, extrajo el mechero por quinta vez. En él vio reflejado el lustre del foco solitario que copaba la caseta. Hizo girar la rueda, el vaho del gas invadió su nariz; el fulgor anaranjado convirtió sus ojos verdes en chispas. Había empezado la noche con el cuerpo erguido, firme, hasta perder la paciencia.
Había un buen número de insectos en el camino de tierra. Eran siseos, ululares, pasitos minúsculos por entre las piedras. A su espalda, más allá de la verja oxidada, se extendían los lindes del bosque, tenso y macabro. Allí respiraba una fauna que a menudo violaba el débil cercado del cuartel, y aparecía pululando por los patios, devorando la madera de los armarios, infiltrándose en las botas de cuero. A Pedro se le subían por las piernas, y él, sumido en la frialdad de la noche, tardaba en descubrirlos aún cuando ya escalaban la pendiente de su cuello.
Hubo un crujir de tierra. La primera reacción fue tirar el cigarro, pero podría no ser un oficial. Los ojos buscaron una anomalía en el espacio ténebre, la silueta dueña de los lentos pasos que se aproximaban. La tierra cedió paso a las dos suelas de cuero que avanzaban hacia la caseta: Pedro no distinguió nada. Finalmente, por el pequeño pasillo entre el pabellón principal y los garajes, creyó anticipar una cabeza sin más rasgos que la lisura del cráneo rasurado, la obtusidad de unas facciones recias, que se detuvieron a escasos metros de la escalerita del puesto vigía.
- Salamanca – se oyó.
Pudo entonces relajar un tanto los hombros, no así la postura. No hasta que Alcusa, quien había dado el santo y seña, lo ordenara. Cuando no estaba de instrucción, fuera del obligado protocolo ante demás oficiales, el sargento se comportaba de un modo diferente. Por lo general no se le podía odiar en exceso. No era uno de los suboficiales más exigentes, ni uno de los menos comprensivos. Ni siquiera compartía con ellos esa mirada expectante típica de los superiores, que sólo se relajaba cuando escuchaban el pertinente saludo y el nombre de su rango. Algunos compañeros le habían dicho a Pedro: ‘Es de los pocos buenos, nos trae vídeos cuando nos toca cuerpo de guardia, te habla de su familia y sus vacaciones en Almería, muy salao él”.
Pedro no lo evitaba menos que a cualquier otro sargento.
- Venga ese mechero, Higueras.
Se plantó a escasos centímetros de él. El foco halógeno, su estrecha luz, mostró la irrupción de aquellos ojos saltones, anclados en torno a unos huesos faciales que empujaban hacia fuera. Lo que no se pudo ver bien fueron los dedos de madera, tablillas blancas que se cernían sobre el cigarro; los labios se sumergían en la oscuridad.
Alcusa lo examinó unos segundos demasiado largos. No fue su clásico escudriñamiento, el interrogatorio ocular del que los reclutas no pueden evadirse cuando los superiores saben que has hecho algo malo. Cuando el zippo restalló, Pedro descubrió una nueva arruga sobre los pómulos enjutos. ‘Está como divertido’.
- Tenga usted- le devolvió el encendedor- y dígame que es mentira lo que me han contado hoy.
La saliva se despejó, trabajosamente. Ya había respondido a esto, ya se había dictaminado sentencia; y por lo que se veía, era un castigo sin línea de llegada. Aquella noche, el testigo le había llegado a Alcusa.
- El capitán Sampdero está al tanto, mi sargento- ahora Alcusa le daba la espalda. ¿Qué ocurría?-. Y los demás oficiales. Todo cuanto tuve que decir quedó escrito.
Divisó un delgado filamento de humo elevándose por encima del sargento. La línea cóncava de su cráneo no se movía, y tardó Pedro un instante en darse cuenta de que el sargento hablaba en voz baja.
- Yo no le he preguntado qué le dijo al capitán, sino qué no le dijo. El capitán puede que no conozca a los reclutas, como tampoco les conocen la mayoría de los oficiales. Los trabajos que les ocupan son otros. En la oficina, redactanto informes e inventarios, uno no puede saber qué les diferencia a todos ustedes. Pero yo sí.
Ladeó unos centímetros el rostro.
- Así que dígame.
Por alguna razón, Pedro atrajo hacia su pecho el fusil. Siguió como auscultándolo con los dedos. El rostro duro de Alcusa se encaró con él de nuevo, el cigarro pendido entre los labios. Entonces, Pedro borró la idea de que estaba contento.
- ¿Sabe una cosa, Higueras?- el filo de humo invadió los ojos-. Es usted un inútil. Y me lo está dejando en bandeja de plata. No hay muchos otros en los que pueda confiar, ahora usted está como maldito aquí. Ese chico tardará varias semanas en salir de la enfermería. Lo que ha hecho no tiene nombre.
- No lo tendrá para usted, mi sargento.
El tono desafiante surgió por su cuenta, sin remorderse. Tiempo atrás aquello no habría sucedido. Entre la oscuridad, los susurros de los insectos, la cuestión parecía reducirse a algo entre él y Alcusa.
El sargento subió la frente, la bajó con una calma intencionada. Parecía decirle: ‘comprendo’.
- Demos un paseo.
Y sintió la mano que lo condujo por la espalda, una mano que no tarda mucho en olvidar su mascarada amistosa y subírsele al cuello. Al poco de bajar la escalinata ya tenía el pescuezo en carne viva; un pulgar y un índice de cangrejo atenazando la nuca. Aún caminaba erguido, con la cabeza torcida por el dolor, pero era Alcusa quien lo guiaba por el descampado. Los brazos de Pedro danzaron unos segundos en el aire cuando el fusil cayó al suelo.
- Vamos a hacer un ejercicio de memoria –susurró el sargento-. Recuerde para mí el nombre y el apellido de ese soldado.
Pedro se los dijo.
- Bien, muy bien- vio pasar el balcón del comandante a pocos metros, podría gritar-. Pero me parece que también tenía un segundo apellido.
De pronto, tropezó. Alcusa lo levantó sin agacharse. Los dedos eran ya alicates oxidados.
- Eso es. Chico listo.
A medida que la mente de Pedro comprendía, vio cuatro, cinco figuras frente a la verja de entrada. Normalmente, la caseta de reconocimiento tenía las luces encendidas, pero aquella noche la única luz quedaba atrás, en un puesto vigía que se reducía a un círculo luminoso a sus espaldas. En principio no vio rasgos reconocibles en las siluetas. Botas, fusiles, gorras; podrían ser de cualquier soldado, podrían ser fantasmas. Sólo la espalda encorvada de uno de ellos, los tensos brazos cruzados frente a un torso ancho como un marco de puerta, lo iluminaron.
- Ya me imagino que todo ha sido cuestión de mala suerte, pero también se lo puedes contar a ellos.
Las tenazas se abrieron. Pedro apenas tuvo tiempo de protegerse con las manos, que ardieron al rozar el pavimento rasposo. Las botas, las piernas formaron un círculo en torno a él.
- Les hiciste sufrir unas cuantas noches de lo más tenso, ¿verdad?- su tono cambió a una ironía que nunca había aparecido en el amplio repertorio de voces de los suboficiales -. Este hombre es muy gracioso, ¿verdad? Díganme.
“Un mes de arresto, tronco, ya te vale” dice una garganta inconfundiblemente roída por el tabaco. “Mira que te dimos margen, todas las noches preguntándonos si ibas a tener un par de huevos por tus amigos”. Jamás había oído hablar así a Gómez. “Porque somos tus amigos, ¿no?”. Y la burla de Ulloa enlazó con la risa de bufón que por primera vez no tiene la menor gracia.
- El error de esta gente fue confiar en ti. Te guardaron las espaldas.
El cigarro cayó. Un grupo de minúsculos copos ardientes le rozó la frente.
- Es lo que pasa por confiar en una rata. Las ratas huelen mal, y como tales, hay que darles un baño a fondo.
Supo que la lucha sería en vano. El forecejo duró pocos jadeos, unas cuantas carcajadas, hasta que cinco pares de manos lo agarraron y lo condujeron, pista abajo, hasta el pabellón deportivo.

***

Iba en volandas. Él había compartido casi un año de comidas, guardias, ejercicios, castigos, rutina junto a ellos. Eran los mismos que le hablaban de sus novias en los catres y le pasaban latas de cerveza ‘recolectadas’ de la cantina. Todas esas sensaciones, los agradables recuerdos, se perdían a medida que cruzaba el pasillo de la piscina cubierta. Y se formaba, sobre ellos, el recuerdo de Elena. Le pediría que cerrara los ojos si estuviera presente.
- Encienda las luces, Rosell. Sólo las del fondo.
Sintió dos manos de menos; se oyeron unos pasos atolondrados en dirección a la caja de mandos. Los demás lo tendieron en el borde de la piscina. Aún cuando en el fondo de las aguas se encendieron los focos ovalados, ante él no distinguió más que un circo de risas sin nombre, uniformes inciertos danzando en la penumbra. De ella emergieron, una vez más, los huesos recios.
- Ya sabes lo que viene ahora. Muéstrate un poco digno.
Mientras se desabrochaba la guerrera, advirtió que esa noche el sargento lo había tuteado por primera vez. La fórmula protocolaria, el “sí, mi sargento”, era algo que pronto dejaría de tener sentido. Y al mismo tiempo, casi desearía que no lo tuteara nunca más. De vez en cuando no se oían los escarnios de los soldados, y Pedro podía perderse con el lento discurrir de las aguas. ‘Bien pronto estaré con ellos. Y con Elena. Sólo un poco más. Aguanta’.
- ¿Un pitillo? ¿No? Qué lástima –Alcusa se lo encendió para él-. Imbécil. Se te va la cabeza, le partes el cuello a un compañero por venganza, y ha de ser el hijo de mi hermana. Esta es la clase de historia que le cuentan a los soldados por las noches para que no se porten mal.
Un murmullo de voces artificiosas fingió reirse.
- Comprenderás que todo tiene su objeto. No somos unos monstruos, como tú. Sí, vale, comandancia ha mandado ya el arresto. Estarás de vigía y de imaginaria hasta pudrirte, se te pondrá el culo liso en el calabozo y no tendrás permiso hasta que los monos aprendan el español. ¿Te digo una cosa? Eso no es nada. Una colleja como mucho ¿Dónde está, digo yo, el verdadero respeto? Se trata de dar ejemplo, chaval. Al igual que deberías dárselo a los miles de compadres que nos vienen de tus islas. Y bien poco has sido capaz de dar hasta ahora.
Su dedo índice se adentró en la sombra.
- Estos son tus compañeros. Tus amigos. Guardaron silencio por ti. Demostraron ser personas, joder. No hicieron lo que los oficiales hubieran querido que hicieran, pero creo que eso nos importa poco. Te protegieron. Y tú te pasaste esas cuatro semanas como Pedro por su casa. Ellos quieren salir fuera a que les dé el viento en la cara, poder estar con sus familias, beber y follar un poco.
Alcusa se venció en un rictus agotado. Las manos surcaron el aire como lanzas, le constriñeron la nariz, empujaron su cabeza hacia atrás.
- ¿Es que no te importaban una mierda? ¿Te han educado en una selva? ¿Has aprendido algo en todo este año?
Sintió la patada bajo la pantorrilla desnuda. Sintió la piel desollándose, débil ante la rigidez de la bota curtida en mil instrucciones.
- I ndio de mierda. Me deshonras a mí, al servicio. Hasta a tu raza.
Y el fuego bajo la nuca, y el gemido de los riñones. Y los juramentos del sargento, esto por mi sobrino.
Los dedos le bailaron sobre la superficie húmeda, al borde de las aguas. Allí olía a algo. Creyó reconocerlo: era el perfume de la carta de Elena. Había llegado un par de días después de que sucediera todo. Las palabras proliferaron por encima de la algazara, ahogaron los ecos divertidos que rozaban las sombras del pabellón.
Tendrías que ver cómo crece. Aunque me cuesta cada vez más caminar, me anima siempre pensar en lo que pronto tendremos. Y las pataditas, en el fondo son hermosas.
Habrán aún más golpes de botas, y los escupitajos caerán sobre las llagas sangrantes. A una orden, Pedro se verá arrojado a un infierno helado por unos brazos y manos que no puede contar ya.
No dejaré de pensar en ti, y hacerlo me dará fuerzas, porque todo esto me da un miedo tremendo, y ese miedo a veces grita más fuerte que mis sueños, mis deseos. No lo puedo evitar: es una camisa de fuerza, todo me oprime y yo quiero gritarte tan fuerte que me oirías aunque estuvieras destinado en otro mundo.
Estaba debatiéndose por mantenerse a flote. Las extremidades se movían por inercia, una brazada, otra más, y cada vez habían de pelear un poco más por alcanzar la superficie. Los solados brillaban tras un manto brillante y húmedo. No había alcanzado el fondo de la piscina cuando empezaron a desvanecerse las luces, los uniformes, el vivo recuerdo de esas facciones duras como el ladrillo, las letras en papel perfumado.
Un día ya podrás hacerlo. Saldrás de permiso y lo sostendrás bien alto.
Cuando la mano lo asió por el cabello y lo mantuvo sumergido, Pedro comenzó a contar segundos. Llevaba cuarenta cuando vio bailar las burbujas, y se le empezaron a cerrar los ojos; y sobre la profundidad surgió el velo rojo que dolía al principio; luego se hizo agradable, silencioso, y entonces los segundos pasaron mucho más aprisa.
Ya lo tengo decidido. Se llamará Pedro, igual que su padre.

III


Escala
Ni dos pasos que he bajado.
Trotan de espanto las joyas
cuando brama el cielo pardo.
(Al ver mis pies penetrar)

Huye aquí el silbar del viento,
el fardo sobre el andén
arrastrando un pensamiento.
(cruje un hondo costillar)

Vencido, sólo un suspiro.
Florece el rayo y me veo
bajo el hongo celestino;
(cuánta más lluvia vendrá)

Ventana a un mundo fugaz.
Relincha un don de metal.
Cataluña vuelve atrás.
(Diluvio de lo que fuimos).

Los labios


Comprendió que lo consideraban un viento perfecto para un campo imperfecto. Que él era la persona que ella bien podría necesitar.
Así interpretó las sonrisas confidentes, los espontáneos juegos y chistes a los que le empujaban todos aquellos rostros que surgían de las calles, asomaban por sus esquinas. Uno a uno, se fundían en una compañía cada vez más agradable. Cada minuto que pasaba se encontraba más a gusto y nada lo parecía impedir, como si los acontecimientos hubieran concordado en brindarle una noche inolvidable. Llegó a buscar su mano mientras caminaban al frente, rodeado por un grupo de extraños que bien pronto se convertirían en amigos.
Se había sorprendido al conocerla. La palidez de su cara. Los labios eran finos y purpúreos, un trazo de pintura de coral. Pero tan pronto rió él por primera vez, se unió ella, y el eco de las carcajadas surcó la ciudad; despertaron la plaga que avivaba el fuego de las calderas y brindaba nuevas amistades venidas de la nada.
Acabaron siendo unos nueve, diez. Y formaron un círculo cuando así lo ordenaron el disfraz de saltimbanqui, y la mujer de la vara de fuego que trazaba círculos anaranjados en la plaza desierta, bajo las estrellas; los acróbatas, payasos y forzudos desterrados.
Era una función circense que se había emplazado en medio de ‘su’ plazoleta, lugar en que cientos de historias que Ella vivió se retorcían ahora; despertaban bajo tierra. Los niños bailaban alrededor de los tristes payasos, se subían a las pesas de los forzudos, abrían la boca de admiración ante los poderes del mago. Él, ella y toda su troupe se adentraron en los destellos y los recuerdos conscientes. Quisieron sentirse niños de nuevo. Fue cuando el mago pidió a los presentes que formaran círculos, y que toda persona en ellos apoyara la mano derecha en el muslo izquierdo de quien tuvieran al lado.
Así sentirían, dijo el mago, una nube fría que los uniría por siempre jamás. Una corriente imparable de energía a través del círculo.
Nuestro protagonista se había despistado. A su lado no se había sentado ella, la de los labios morados, sino una de sus amigas; uno de los nuevos rostros. Todos se pusieron en cuclillas, dibujaron nerviosas sonrisas, movieron sus brazos.
Y entonces, el silencio se hizo dueño y señor de la plaza. Se velaba por millones de muertos. Las luces y las voces de los edificios se apagaron. Pendió una nueva clase de corriente.
“Cerrad los ojos”, dijo el mago, “notad la energía”. Y el chico lo notó. El goce de un cuello que se eriza como si lo acariciara un pez de espinas de hielo. Abrió los ojos, y encontró la mirada de ella frente a frente, como único grito verdadero en el eje de un hermoso silencio. El púrpura se había incendiado. Ahora era un carmesí radiante y húmedo.

Los amos de Greenville


Recuerdo el olor perenne de las hojas, y cómo sus curvas antinaturales formaban un sombrero de hongo gigante que se desplomaba al vacío. Más allá de la dantesca arboleda, la vista chocaba contra los muros grises de las antiguas residencias y el cuartel abandonado que cercaban la comunidad. Al llegar conté nueve viviendas, a cada cual más vertiginosa; las cabañas se enrollaban alrededor de los olmos, sequoyas y cipreses que Claude Bergy dedicara toda una vida –y una cordura- a alimentar, hasta hacerlos titanes de roble que sudaban arroyos de savia. Y porqué no aquí, me dije. Fue Tristán quien tuvo la idea, y yo pensé por más de un par de momentos que estaba loco aunque, a fin de cuentas, no había mejor lugar para dos locos como nosotros.
- Bueno, ¡pues seamos bienvenidos a una vida en las alturas!- fue lo primero que dijo, tras soltar las maletas en el suelo de caoba-. ¿Cómo te sientes?
- Mareado- contesté yo.
No mentía. Uno se asomaba por la gruesa obertura de la cocina y sentía la llamada del suelo; trastabillando, las manos buscaban las barras de hierro bajo los ventanales, diseñadas para un proceso de adaptación que era, diría yo, inevitable.
Yo, no sé porqué, no terminaba de convencerme. ¿No será un poco coñazo bajar la basura? ¿Si te duermes una mañana antes de ir al trabajo, serás capaz de descender sin sufrir un ataque de ansiedad? No contaba con la tenacidad de mi amigo, que echaba la imaginación al vuelo para cazar nuevas ventajas. Decía que el perfume de los olmos gigantes embriagaba a las chicas. Que estar rodeados de pulmones naturales nos darían más años de vida –igual que la fuente de la eterna juventud, sí-. Que era como un jardín para bebés gigantes. Bueno, dije yo, pero aquí cerca no tenemos estanco, ni supermercado, no hay ni para comprar chicles. Tristán, sentado en las escalinatas de piedra y cuero, pasados los puentes colgantes que hacían de arteria entre vivienda y vivienda, cerraba los ojos y e inflaba su pecho de verde serenidad. Decía: ¿Cómo no puede uno acostumbrarse a esto?. Yo me rascaba la nuca. Lo veía bien pronto con un taparrabos y charlando a voz viva con los pájaros.
Pero, y tal vez fuera decepcionante, la vida en Greenville no distaba tanto de la de cualquier otro lugar. Las tardes se llenaban con los eternos gritos y correteos de los niños, que jugaban a cazadores de la jungla en el jardín inferior. Se subían los extenuantes toboganes de sudor que eran al principio las escalinatas, se saludaba a los vecinos y luego, se les ponía a parir a puerta cerrada. Las ropas pendían de los hilos de bramante que alcanzaban las ruinas de los edificios colindantes, las nubes de humo huían de las cocinas. Pese a la acertada distribución de las chozas, ciertos olores llegaban a fin de cuentas donde quería el viento, hándicap del que eramos los segundos más damnificados, porque nuestra choza era la segunda más alta, y así la segunda más barata, y la segunda con más obsequios de parte de las letrinas y los mohosos fogones.
En cambio, ningún auto podía aparcar más de quinientos metros a la redonda, lo que implicaba que había que caminar bastante, incluso para llegar al pueblo más cercano. Las normas de Greenville eran estrictas, pero efectivas. A cambio, uno recibía el presente de despertar sintiendo gorriones en el balcón y las frescas hojas meciéndose al sereno albor del día. Tristán estaba tan agusto que no le preocupaba quién pudiera verle, o qué pudiera vérsele, cuando su plan de todos los domingos eran rondar en pelotas frente al desperezar de toda la villa.
Diréis que era un tipo singular, pero ¿qué diríais entonces de nuestros vecinos? Alrededor de la sequoya mayor, casi a ras de suelo, se entroncaba la choza Madre en que vivían los genios del mal que nos recibieron y entregaron la llave de cobalto que aún perdura en mi cajón. Bárbara, Deliant y Sergio no vestían nada que se pareciera a la piel, tocaban las mismas canciones noche tras noche con sus guitarras decrépitas, y la carne ni la tocaban. Os hablaríamos bien a gusto de la primera tarde que pasamos allí, pero no recuerdo que se viera nada, aparte del mar espumoso que gorgoteaba en sendas cachimbas de cristal, y merced al cual casi nos matamos tratando de regresar a ‘casa’. Me da el infarto si rememoro aquellos vaivenes del puente colgante, y los copos de humo que escupíamos bajo un firmamento que casi nos hablaba.
Lisérgicos o no, era gracias a estos tres que las cosas, más o menos, funcionaban. Con su servicio de préstamo, distribuían hornillos de plata, cubiertos, herramientas y hasta libros por todo el vecindario. Ellos levantaron el manantial de uso común para el lavado de ropas, su taller de costura y cómo no, el inefable negocio de todo tipo de sustancias. Se decía que nadie querría vivir así en los tiempos que corrían, pero ellos permanecían estoicos ante los dardos del resto de los mortales, medios de comunicación a la cabeza.
Había un algo de puro e intocable en el lugar que atraía a los ascetas como a moscas. Podríais preguntárselo si no a Olga, que ocupaba el ciprés apartado en la esquina del recinto, treinta pies bajo nosotros. Iba a describirla, pero… vaya. Sólo alcanzabas a ver sus pies inmóviles frente una silla de mimbre, que avanzaban en estampida hasta la terracita cada vez que algo se elevaba un decibelio por encima de su límite. Y era éste un límite muy intransigente. Fuera el agitar de unas llaves, el descorchar una botella, o un estornudo entre manos de silenciador, la abombada silueta de Olga no tardaba ni medio segundo en cruzar la portezuela y:
- ¡Chsssst! ¡Estoy intentando leer!
Para ella era tirarse un pedo y se desataba el caos. Imaginad lo mal que lo pasaba bajo la despótica sombra del dueño de la cabaña central. Está por resolver el misterio de cómo Francisco, que empezó de policía, luego pasó a vigilante nocturno y después portero de discoteca; terminó fundando su propia empresa exportadora de dulces. Cuando salía de viaje de negocios, la comunidad respiraba – y de paso se atiborraba gracias a la generosidad de su mujer Teresa, que nos acaramelaba a todos con productos de la empresa de su marido-, y sus hijos corrían y se desmelenaban sin grandes impedimentos, salvo aquellos “Chsssst”. Pero, ay cuando Francisco estaba dentro. Podías palpar la tensión con los dedos. No se conformaba el hombre con mantener a raya a su familia: extendía sus dominios al resto de la villa, amenazando a Bárbara y su troupe con demandarlos por ruidosos, a Tristán por escándalo público, y a Olga la mandaba callar a su santa madre sin más. Nosotros comentimos el error de intentar ser simpáticos con él. Alguien debió explicarnos que no era persona que digiriera bien los chistes sobre la derrota de su equipo por siete a cero. Aún nos duele la mirada que nos lanzó. En Greenville, unos impelían a otros a que se le plantara cara de alguna manera, pero todos preferían dejar dicha responsabilidad en manos del vecino, y apartarse cuando llegara ese terrible momento.
No obstante, lo que son las cosas, si no fuera por él tal vez nunca los habríamos conocido. Tristán y servidor se encontraban en su cocina, preparando una bandeja de pienso para los pájaros y un cuenco de ensalada para nosotros, mientras el señor Francisco irradiaba el patio con su encanto particular. “¡Que no comáis con la boca abierta! La culpa es tuya mujer que les das todos los caprichos me estáis volviendo loco seréis inútiles si no fuera por mí no sé porqué nos tuvimos que venir a este puto lugar y Olga, ¡el dedito te lo metes por el culo!”. Llegaron ruidos de pasos desde la cabañita del tope, pintada por entero de blanco, de cuyas ventanas se fugaban trepadoras varios metros hacia abajo. Francisco miró allí: “¡Y a ver si me pagáis la vajilla, jodidos!”. Tristán y yo creíamos que en la cabaña superior no vivía nadie, luego la locura se había apoderado al fin del pobre diablo. Entonces fue cuando se le contrajo el rostro y nos brindó un momento del todo insólito. Entró en casa con los puños bamboleando en el aire, para salir segundos después con aquello amarrado a la espalda. Aún me parece tener al lado la mirada desorbitada de Tristán, llevándose las manos a la cabeza mientras decía:
- Eso será de mentira, ¿no?
Francisco apuntó al aire. Ya estábamos a punto de tirarnos al suelo o de arrojarnos al vacío, lo que nos salvara más pronto.
- ¡Bajad aquí si sois tan valientes! ¡A la cara no tenéis huevos de decirme eso!
Era mediodía, y los mediodías hacían justicia a Greenville. Quiero decir que vimos claramente, en cuanto nuestras trastornadas cabecitas lo asimilaron, lo que le caía al tipo en plena cara: no eran gusanos, ni tiras de confetti, sino fideos. Blandos, fugaces; Francisco no se decidía a retroceder o hacer uso del rifle, y yo vi, cinco metros arriba, dos pares de brazos por fuera de las ventanas de la cabaña blanca, y la ristra de condimentos que caían como proyectiles sobre aquél atónito rostro.
Ya me contaréis qué clase de persona confesaría sin pudor que lo derrotó una carga de harina de trigo en tiras. “¡Porque están aquí mi señora y mis niños, que si no! ¡Ya nos vemos las caras!”. Y tras su desaparición llegaron por primera vez las carcajadas, estridentes y hermosas, de los dos jovenzuelos que se apoyaban en el alféizar con la sonrisa del triunfo. Al principio, lo que son las cosas, creímos que eran niños, hasta que nos vieron y, como si ya nos conocieran, nos invitaron a entrar. Al cruzar su puerta, en la que habían tapado la mirilla con una fotografía de Buenos Aires, me fijé por primera vez en esas miradas, no sé si inconsciente o distraída. Uno vestía la camiseta más desteñida que ha existido en madre Tierra – los lavados y mezclados se contaban por “poned aquí el número que queráis”-, y el otro, que era tan delgado y pálido y escurridizo como los fideos que acababa de arrojar, lucía una sonrisa que no se avergonzaba de estar por varias veces mellada; y lo coronaba una boina verde pistacho que todavía me pregunto de dónde la sacó.
- Caramba - dijo éste-, hay gente en este lugar. ¿Cómo os va?
- Me llamo Enrique, ¡encantados! Choquemos los meñiques . El de mi derecha es Abel, peores sus sobacos que la hiel.
- ¡En vuestra casa que estáis!
Encantados, dijimos. ¿Cómo no estarlo? La vida en la villa era tranquila, demasiado para nuestro joven y osado gusto. Cualquier novedad era bien recibida, tanto tuviera ésta la dicha de hablar en verso o dilapidar al vecino con comida. Tristán, que no salía de su asombro, quiso saber cómo se las habían apañado tan bien con Francisco.
- Ah, ¿con ese tunante?- la voz de Enrique era nítida, cariñosa con sus palabras, y aun así, tenía su deje adolescente-. Mucho ruido y pocas nueces. No se le ocurrió otra cosa que tirarnos toda su vajilla, no le debe sentar bien el aire de otoño; según él somos mal ejemplo para sus retoños.
Corrió a la ventana, sus manos formaron una bocina.
- ¡Me pregunto qué clase de ejemplo trata de dar él!
Por detrás del follaje que cubrían las ventanas, contestó un rebuzno que prometía llamar a la policía si no se le pagaba. Habló entonces Abel, cuya mirada se anclaba en nuestra frente, como si no le importara lo que hubiera debajo:
- Pues ya puede tener suerte con la cobertura, la va a necesitar.
Nos mostraron el interior de su reducido habitáculo, y digo habitáculo porque toda la cabaña se componía de una sola salita, letrina aparte. Si alguna vez ha existido una ludoteca en un árbol, era la de esta gente: junto al fregadero y los fogones, vimos unos estantes que se desplomaban bajo el peso de los libros -¡cuantos libros!-, marcos de fotografías, cuchufletas, recuerdos; una mesa desplegable, una montaña de prendas sucias y decoloridas, varios muebles desperdigados como en un vertedero y, al fondo, dando al frescor del elevado ‘patio’, una litera que crujió cuando sus dos propietarios se sentaron sobre ella y redondearon sus mejillas. No había un centímetro libre ni en paredes ni en suelo: la colección de relojes, matrículas robadas, lentes polvorientas y figuras de yeso y cartón - que ambos perlas curtían con más empeño que destreza- nos contaban su propia historia.
Era un caos reinante, sí, pero las más de las veces uno de ellos siempre sabía donde estaba cada cosa, aunque para encontrar un cuchillo de cocina debieran primero deshacer una montaña de objetos y descargar otra en distinto rincón de la casa. Caminar por allí era peor que atravesar un campo de minas. Pronto nos dimos cuenta de lo mucho que se compenetraban Abel y Enrique, si bien el primero era más bien distante, sereno, y el segundo era un frenesí de emociones que militaban a su antojo. Las acciones de uno se vertían en reacciones del otro, y así no se lo pensaron mucho cuando les dio por defenderse con la comida que estaban preparando. Se estuvieron partiendo la caja un buen rato cuando les preguntamos de qué trabajaban.
- Ah, pues que se vengan un día de éstos y lo vean.
- Sí, nos morimos de ganas.
Y así fue, en cuanto tuvimos un día libre los acompañamos a la plenitud de sus días libres. Nuestros sorprendidos ojos los perdían cuando correteaban por las escalinatas, sus pies burlaban los escalones de cuatro en cuatro, las manos corrían por las agarraderas de los puentes colgantes como si patinaran sobre hielo. El camino que a nosotros se nos hacía una tortura era para ellos un juego, como lo eran las largas horas que dedicaban a explorar todo contenedor en las inmediaciones; y en realidad no les hacía falta ir muy lejos porque los habitantes de la ciudad –me refiero a la de cemento y ladrillo, la vuestra- continuaban vertiendo sus bicicletas, juguetes, sofás y muebles en el antiguo cementerio de coches a dos manzanas de Greenville, sin que el ayuntamiento escuchara las quejas de la administración de nuestra villa. De ahí que Enrique y Abel se forjaran como recolectores de carroña, y con los hilos de cañas de pescar y los adornos de baño confeccionaban espléndidos colgantes y pulseras. Nos mostraron algo que, en nuestro hogar por entonces, era más que útil: el nuevo sentido que daban al término ‘reciclaje’, con sus pisapapeles, jarrones y ceniceros fabricados en base a lo que otros llamarían chatarra. Abel incluso había ingeniado una cajita de madera para la que se tardaban años en descubrir cómo se abría, y las vendía por las playas y las terrazas como ‘remedio para dejar de fumar’. Las más de las veces recogían muebles que perdieron una pata o una vitrina; los recomponían, pulían y subastaban en stands improvisados que duraban lo que la policía tardara en descubrirlos. Entonces, se volvían dos liebres a la carrera para proseguir la reventa al otro lado de la ciudad. Por lo general no volvían de su ‘jornada’ hasta pasada la medianoche, cuando nosotros ya llevábamos varias horas en el camión de la basura, y es por esto que nunca antes los habíamos visto.
Y era una lástima. Porque las pocas veces en que coincidimos, aparte de pasarlo todo lo bien que se podía, nos hacían olvidar los malentendidos que Tristán y yo no éramos capaces de resolver, no ronques cuando duermas, no traigas tú tías a casa; y nos evadían de la intransigencia de Francisco y las juergas que los Tres Lisérgicos se montaban noche que sí, noche que también. A eso de las cuatro de la mañana volvíamos de trabajar y, tan pronto nos desprendíamos en los baños comunales de los olores propios de nuestro trabajo, veíamos el destello de unas lamparitas de gas en el lúgubre techo abierto de la comunidad, y las dos risueñas sombras surgían desde lo alto, gritando con su bendito descaro:
- ¡Los amos! ¡Los putos amos de Greenville, sí señor!
Todo vino a cuento de que pagamos la dichosa vaijlla de Francisco, y les echamos un par de manos para pagar el alquiler cuando iban justos –es decir, siempre-. No nos sobraba el dinero, pero ellos lo necesitaban como el comer. Y si hubo día en que fuimos felices en el esperpento de urbanización que nos duró seis meses, fue estando con ellos. Podíamos sentarnos en los bancos de piedra al umbral del jardín y compartir charlas y copas de buen vino que Enrique decía ‘tomar prestado’ de las bodegas de Bárbara y compañía. Abel y Enrique no se duchaban muy a menudo y su morada era un hervidero de trastos y olores descorteses, pero los envidiábamos por varias razones. Sobrevivían sin un trabajo auténtico, y a decir verdad nos ganaban en salud: ni tabaco, ni maría, ni máquinas tragaperras como las que se dice que arruinaron a Francisco, que en los últimos días se transformó en una torva de insultos y trasiegos. Apareció cierta noche con medio cuerpo colgando por fuera de la escalera, veinte metros sobre el suelo, murmurando que “este lugar se va a ir al infierno bien pronto”.
No nos dio mucho tiempo para presenciar su espiral autodestructiva: unos días más tarde, dos tipos en harapos entraron a comprar materia en la vivienda de los Lisérgicos, que salieron cinco minutos más tarde esposados de manos y desaparecieron para siempre tras las puertas de un furgón policial. Los coches patrulla tiñeron el recinto de destellos rojos y azules. Se registró choza por choza, y si a nosotros no nos encontraron nada fue porque se nos había agotado la última bolsita unas horas atrás. Dicen que a Olga le entró un ataque de ansiedad al ver a cuatro tipos armados aniquilando el perfectísimo orden de su vivienda, y que los agentes aguantaron diez minutos en el piso de Enrique y Abel hasta que el sargento dijo aquello de ‘si éstos quisieran esconder droga aquí, se les caducaría antes de que la volvieran a encontrar’.
Fue la última anécdota del lugar que se podrá narrar. Nos echaron del servicio de recogida por llegar tarde repetidamente, Tristán yo no terminamos de arreglar nuestras rencillas, y añádanse unas gotas de incapacidad de adaptación a una vida sin televisor, microondas ni abrelatas eléctricos. Fue bonito el intento, y la redada, la gota colmante; después de aquello, cada uno quiso irse por su lado. Y todos los demás tuvieron la misma idea.
Como ya sabéis, el puñetero invento de ‘La Urbe Verde’ acabó como chiste recurrente para los medios sensacionalistas. Medio país se deleitó a costa de esos hippies antisociales que pretendieron convencerles de las ventajas de una vida alternativa, y el otro medio clamaba al cielo cómo era posible que una idea tan brillante acabara de manera tan ridícula. Cosas que pasan, es lo único que sale de mi boca cuando me preguntan por el fin de aquellos días.
Me sé, en realidad, de un buen par de tipos que siguen allí sin que nadie lo sepa. Pasarán unos cuantos años hasta que el ayuntamiento decida construir algo sobre la triste e inmensa hojarasca que es hoy Greenville. Por el momento, ellos persisten en el techo del mundo: se dedican a sus prodigios sobre los hombros de la sequoya y cantan noches enteras al son de sus lamparitas; y por lo que yo sé, siguen siendo los únicos y verdaderos amos del lugar.

En cualquier otro lugar


Ante él, el mar se ondulaba desacompasado; a través de la humedad del cristal contemplaba una difusa extensión azul que se reducía a lo que el ojo de buey permitía ver. Ni ahí encontró la claridad, ni siquiera bajo una noche sin estrellas; y desdeñó los haces cónicos que desprendían los focos del lateral del barco.
Hacía varias canciones que no prestaba atención a lo que daba la espalda, refugiándose de la familia, los invitados, el colorido sin sabor de los trajes – o disfraces, a sus ojos-, los camareros que transportaban con indiferencia manjares en miniatura sobre bandejas de plata. En otros momentos semejantes se distraía recorriendo los muslos de las huéspedes más jovenes, muy esmeradas en que el mundo supiera de cuánto esfuerzo y sueldo habían invertido en broncear, maquillar, ocultar. Disfraces, sí. El único incapaz de enmascararse era él, si bien ese distanciamiento era a veces justo lo que le consolaba, en el salón de baile se sentía bien distinto. Aflicción era una palabra bonita en aquél momento, cuando no quedaba valor para deletrear otras cosas. Agradecía oscuramente que se hubieran mantenido las luces tenues, que tuviera al alcance una esquina débil como la que le amparaba. En cierto modo creyó haber perdido los recursos con que se armaba para desvestir lo que siempre le atemorizaba. El discreto encanto de la burguesía no era discreto cuando no había escondite posible, ni tenía encanto cuando se veía débil ante lo que, lo sabía, era una simple capa de escarcha; un toque de seda y oro para que la verdadera Mierda latente fuera invisible e inodora para cualquiera.
Miró de reojo a Bertrand, la cuarta o quinta copichuela ya, revoloteando al paso de mujeres a las que doblaba en edad. Y en estupidez. No daba crédito: el pesimismo había dado lugar a la tristeza, para que esta cediera el paso a la soledad y ésta a la actual aflicción, para que a su vez ésta se arrodillara ante la plena desesperación. Quería salir de allí, si es que había pasillo, camarote o armario empotrado que le permitiera huir de la patraña flotante en la que le habían colocado.
Pronto se le acercaría Madre, oh sí, y tendría que ponerle esa mano en el hombro como si con eso levantara cien ánimos. Para ella era todo muy sencillo, en verdad: Basta con hacer como que sonríes, buscarte una muchacha “adecuada para ti” (qué recoño significaba eso), animarte, y ya verás como todo sale a pedir de boca, el camino se iluminará, te decidirás por una carrera y finalmente… y finalmente qué. Cuando se hubiera establecido, qué. Probablemente podría entonces seguir fingiendo sonrisas, fingiendo amor por su muchacha adecuada, fingiendo que podía fingir y que el ambiente que le rodeaba era inmaculado como los trajes y las chaquetas ceñidas sobre hombros de grandes tipos que también sabían fingir. Todo lo demás eran dudas, pequeñeces de la edad del pavo que quedaban atrapados entre los dientes.
En realidad el mar era precioso. Sólo deseaba que apagaran las estúpidas luces de cubierta, derroche energético sin precedentes, para poder verlo tal como el cariño de la luna lo quería. Distinguiría pues peces de vivos colores, acudiría algún delfín a entablar amistad, se tiraría al mar para hacer el amor con las sirenas. Frunció el ceño. Dadme alguna copa para que la pueda estrellar.
Su hermana Annaise sí que había desmostrado ser resuelta. Al paso de cientos de pulpos – no los del mar, sino los que llevan anillos de casado en el dedo-, tan pancha y alegre ella. Porque todo era fácil. Nada había que plantearse cuando se viajaba de Atenas a Estambul, de Oslo a Zurich, y de vuelta al barco mientras se pagaba sin pestañear la gasolina del Porsche – si es que no lo había sustituido por otro-, la estética dental, zapatos de diseño que se deshilachaban tras dos fiestas, sin perder su diseño eso sí, y hasta José Feliciano en directo para nuestros camaradas.
“Madre, yo te agradezco lo que tú y el buitre de padre, esté donde esté con sus cheques mensuales que huelen a burdel, intentais hacer por mí. En el fondo soy yo, que he salido no sé si demasiado listo o demasiado tonto, alguien sabrá la respuesta. Quizá haya remedio temprano para mí, un transplante de cerebro no debe salir tan caro, y con ello a buena fe que me olvidaría de todo, lo conseguiríais. Haría algo útil con los versos que escupo cada mañana y me descacharraría, a la puta basura sin remisión. Me pregunta Dominique si me gusta ese piano, sí; tanto como los chistes que él y sus colegas médicos o contables, no recuerdo ni lo que son, se cuentan con la gracia de una hermandad de croquetas. Me muero por todo esto, nada como andar de un lado para otro sobre esta moquetita azul y sentirme una nada entre tanto miasma de Emporio Armani y tabaco importado. Justo los dos olores que más aborrecía el padre de mis padres.”
Había tenido tan poco tiempo para conocer a su abuelo que le costaba creer lo mucho que perduraba su memoria, esos relojes antiquísimos que arreglaba con suma pasión y las enciclopedias que le regalaba. Era más que un recuerdo, un estandarte. Evocaba los abrazos, sus besos y creía tenerlos todavía cuando se despertaba en medio de la noche. Flotaba ahora en el salón un sentimiento generalizado, representación abstracta de todo lo que luchaba en su contra; sabía que no quería ser “así”, sin acertar a definir del todo bien ese “así”.
Con el paso de las horas, la algarabía se hacía rugido, y hasta el bramido de la sirena del navío le transmitía una mayor paz. Le pareció oir un grito agudo que destacaba sobre la algazara, y al volverse pasó por alto el cuerpo inerte de Jean Pierre bajo varios brazos tratando de recomponerlo – “¡es que no sabes beber!”- y descubrió a pocos metros el collar de perlas, el mentón con una delicia de curva, tostada por una radiante naturalidad. No había prestado demasiada atención a ningún rostro en particular desde que subió, así que aquél contuvo todo su respirar en un eterno segundo, la música parecía emerger directamente de ella. La chica lo había mirado fijamente. Quiso agarrar la mirada extrañamente resbaladiza, felina, y convertirla en el epicentro de todas las imágenes bellas que anidaban en su memoria. Se llevaba a los labios una mano que sostenía una copa de cristal, si acaso el cristal la sostenía a ella, porque todo sonaba con el susurro de la delicadeza. La mirada parda se había deslizado por el incierto iluminar del salón, y como un jirón de seda sobre un río de alquitrán le había alcanzado muy despacio.
Pronto hizo estimaciones que sin darse cuenta se hicieron vivos deseos. Tal vez Annaise conociera el nombre de los dos ojos pardos, podría tomarlos de la mano y acercarlos sutilmente, dejarlos envueltos en un baile que empezaría con la sombra del protocolo, conocéos y divertíos, este es mi hermano, encantado, ¿te sientes a gusto aquí?. Y todo eso, la antesala de una aventura sin precedentes. Darían vueltas sin mirar a los trajes ceñidos, se lo contarían todo con un par de tímidas miradas que sólo retrasarían por unos minutos la caída al vacío, hasta violar en silencio con ese ingenio desconocido para todos los que allí bebían y reían; unos compases atrevidos, algo al oído, y busquemos un camarote en el que jamás volvamos a escuchar este piano insufrible. El barco nos pertenece, y la vida, y nosotros mismos. Ahora sí era precioso el mar. No me importará como se llame. Son solo un par de labios, y las tiernas caricias y el restallido de su lengua contra la mía.
No advertía cuan violento se había puesto su corazón. Ya no se oía el piano, y Feliciano ni siquiera podría cantar; los golpes de pecho anegaban todo lo demás, y sólo se detuvieron, traicionándole de una forma que en el fondo sí esperaba, cuando los ojos pardos lo miraron una vez más y advirtió que sólo miraban a través de él. Sin duda el resplandor del mar era mucho más atractivo que su figura opaca. Él solo era un estorbo, tronco plantado que soportaba cómo ella torcía la mirada con indiferencia.
El collar de perlas se esfumaba tres segundos después, entre corbatas oscuras y brindis y las sonrisas exultantes de la multitud. Era un tronco. Y como tal había que talarlo. Nadie quiere malas raíces a bordo. Si aquello fuera un cuadro, rogaría al artista que lo repintara para poder borrarlo a él. Igual que un ciego a tientas por un pasillo, ni veía dónde estaba ni dónde debía ir. Pero al mismo tiempo, y ya no podía negarlo más, no hacía ningún esfuerzo por pedir unos ojos nuevos; a lo mejor no tenía coraje para gritarlo, a lo peor le daba lo mismo. A lo mucho peor era su destino.
Quería una copa.
Buscaba al camarero, ya decidido a arrebatarle el primer brebaje que tuviera, y hasta lo haría con desdén, la cortesía nunca me ha servido para nada. La luz tenue se apagó por completo entonces: las lámparas parecieron agonizar, el piano calló y las risas se volvieron interrogantes. Palpó el nervio del vocerío cuando el motor del barco, que en ese lapso fue perfectamente audible, tosió y tremendamente se detuvo. Un estruendo creciente precedió entonces al ladear del mundo que vino a continuación. Rodaron las copas, los trajes rojizos y los médicos borrachos; pudo agarrarse a tiempo al pasamanos cobrizo frente a la ventana para ver el mar inclinándose cuarenta y cinco grados a la izquierda, y creciendo. Las lámparas ladeaban enloquecidas, caían disueltas en añicos y la multitud se amontonaba frente los pasillos de salida, más de uno cayó sobre la moqueta y se vio aplastado por la inminente estampida. Su primer impulso fue seguir a la muchedumbre, Madre, Annaise, ¿dónde estáis? Pero apenas dio un par de pasos se quedó donde estaba, asido al pasamanos. No torció la vista del océano. Las luces laterales aún seguían encendidas, agonizando bajo el despertar de las aguas. Aquello le volvía a latir bajo el pecho, pero esta vez no sentía temor.
Con todo naufragaban la aflicción, la soledad, el pesimismo y hasta los hermosos ojos pardos. Mientras veía a Bertrand afanándose en mantenerse en pie a pesar del vino, ese que muy probablemente le impediría salir de allí con vida, cayó en la cuenta de que se veían delfines al fondo, riendo y burlándose con sus medias sonrisas y girando sobre sus lomos plateados. El cristal del ojo de buey se cubría de grietas. Las sirenas harían aparición junto a los niños mamíferos y se agolparían al costado del barco, pasándose despacio el dedo índice a través de los labios.

El agua pronto comenzó a calarle los tobillos.